Veraneos en un país que ya no existe

Entre 1971 y 1973 se desarrolló una experiencia inédita. Eran las llamadas Villas de Turismo Social, mejor conocidos como los balnearios populares. La concreción de la medida 29 del programa de gobierno de Allende, que buscaba fomentar la recreación y turismo entre quienes nunca antes habían tenido la posibilidad de darse un veraneo.

El éxito de la iniciativa contrastó con el infame final de estos centros, usurpados tras el Golpe, por las FFAA. Algunos se transformaron en centros de detención y muerte, como Rocas de Santo Domingo, Ritoque y Puchuncaví.

Hasta hoy varias personas recuerdan el paso por estos balnearios. Una experiencia de turismo con énfasis en lo social (y colectivo) que parece las antípodas del modo individual que impera hoy.

(…)

“Había cajas de fotografías. Manifestaciones, discos, libros… Destruí todo de aquellos tiempos. Si yo no fui, fueron mis familiares” dice, como disculpándose, Mario Merino Arenas, presidente de la Federacion Nacional de Trabajadores de la Salud (FENATS) hasta el 11 de septiembre de 1973.

Hora y media antes, ha contestado algunas preguntas sobre los balnearios populares, que él llama “colonias”. Desde su cargo, Merino fue uno de los responsables del envío allí de equipos que se encargaban de los primeros auxilios. “Me coordinaba con la CUT”, recuerda. “Nos pedían paramédicos, fundamentalmente dirigidos por algún profesional. Escogíamos la mejor gente. Mandábamos 12 a 15 personas. El número estaba determinado por el tamaño de la colonia porque no todas eran iguales”.

Merino también disfrutó los balnearios de Tongoy y Pichidangui, en los veranos de 1972 y 1973, por un período de 2 semanas. “Fui a veranear como un trabajador más, con mi señora, que también era una trabajadora más, y 6 hijos”, indica. Como él, arribaron especialmente delegaciones de trabajadores de la salud, de Correos y de los municipios, así como desde algunas textiles y la construcción, cuenta.

Como una sinopsis, los hechos se le amontonan pero evoca, especialmente, el entusiasmo. “Recuerdo la alegría de estar allí. La gran calidad humana en el grupo”, dice.

En un momento, se acuerda del álbum con fotografías -sobrevivientes- de aquellos años, y que también contiene imágenes de su exilio en la RDA. Lo abre y muestra las primeras páginas. Allí están, en blanco y negro, las cabañas con forma de A, el comedor y sus mesones de madera, las bandejas de plástico para el almuerzo; su familia; él mismo sentado en la puerta de una cabaña con su hijo en los brazos; el sol sobre las cabezas; la arena. Fragmentos, que parece, provinieran de un continente lejano.

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Balneario popular en Pichidangui. Fotografía de Mario Merino Arenas.

El derecho al descanso

La medida 29 del programa de gobierno de la UP lo dejaba claro. “Organizaremos y fomentaremos el turismo popular”. Darle la posibilidad del descanso a esos millones para quienes las palabras “veraneo” o “vacaciones” sonaban lindas pero irrealizables. La misión estuvo a cargo de la Dirección de Equipamiento Comunitario (DIPEC) dependiente del ministerio de Vivienda y Urbanismo. Sería el llamado “Plan A”, en probable alusión a la silueta que tendrían las cabañas de los conjuntos vacacionales. En su mensaje al Congreso Pleno, del 21 de mayo de 1971, el presidente Allende indicaba que, a esa fecha, ya se encontraban en funcionamiento 7 de estos complejos, y que se pretendía llegar a 13 en el breve plazo. Menciona a Peñuelas (Coquimbo), Pichidangui, Tongoy, Papudo, Piedras Negras (Las Cruces) y Llallauquén (en el embalse Rapel). Entre los que se aproximaban, estaban uno en Iquique, Curanipe, Llico, Duao y Rocas de Santo Domingo. “El uso de estos establecimientos está orientado exclusivamente al uso de sectores de bajos ingresos económicos”, declaraba.

Los balnearios populares se localizaron “en las mejores playas del país, aprovechando la disponibilidad de terrenos en poder de Bienes Nacionales, o se adquirieron a particulares en conformidad con las normas vigentes a la época”, relata Miguel Lawner, arquitecto, director de la Corporación de Mejoramiento Urbano (CORMU), en aquellos años, y uno de los responsables de la concreción de lo centros, en su informe “La Demolición de un sueño”, datado en diciembre 2013.

Cada villa estaba compuesta por hasta 10 bloques de cabañas, construidas con paneles prefabricados de tablas de pino, una experiencia pionera en Chile. El tiempo apremiaba. Los paneles se elaboraban en Santiago y eran cargados en camiones hasta las locaciones, donde cuadrillas de trabajadores los ensamblaban. Las cabañas eran instaladas sobre poyos de cemento. El techo era de planchas de pizarreño. La edificación, en cada lugar, estuvo a cargo de empresas. En el caso de Rocas de Santo Domingo fue una cooperativa de trabajadores, formada desde el Sindicato de la Construcción de San Antonio.

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Página de folleto de la DIPEC, 1971. Gentileza de Tomás Torres.

Además de las cabañas, cada centro contaba con espacios colectivos. Un folleto divulgatorio de la DIPEC, en 1971, señalaba que uno de los aspectos prioritarios era “la vida comunitaria del ser humano”. Se puede leer: “Al diseñar los balnearios (se han generado) espacios de uso colectivo, bajando los costos de inversión”. Tales eran el comedor, la posta de primeros auxilios, los baños, canchas deportivas y juegos infantiles, así como los lavaderos y tendederos. El alhajamiento de los centros estaría a cargo de la Dirección de Turismo que, para los efectos, creó la Oficina de Turismo Social.

Algunos balnearios, como Chacaya (Iquique), Pichidangui, Loncura (Quintero) y Rocas de Santo Domingo, serían gestionados por la Central Única de Trabajadores (CUT). Otros, tales como Peñuelas, Ritoque, Las Cruces y Duao, funcionarían desde la Consejería Nacional de Desarrollo Social de la Presidencia de la República. Ambas organizaciones seleccionaban a los veraneantes. En el primer caso, fueron delegaciones desde los sindicatos afiliados a la multisindical. En el segundo, grupos de pobladores, pertenecientes a juntas de vecinos, comités y centros de madres. Si bien, el período estival era donde se preveía la mayor afluencia de veraneantes, cada centro también estaba acondicionado para la temporada invernal.

Hacia 1973 el plan consideraba la construcción de 40 balnearios no sólo en el litoral sino en la precordillera. No existen estadísticas sobre cuántas personas gozaron de estos balnearios pero las cifras serían importantes al considerar que, al momento del golpe de estado, funcionaban 19 centros, que acogían -sólo en la temporada de enero a inicios de marzo- a delegaciones de 200 a 300 personas (cada balneario tenía capacidad para 500), que permanecían de 10 a 14 días.

¿La gente que veraneaba tenía conciencia que aquello era una medida del gobierno?, le pregunto a Mario Merino Arenas. Responde: “La gente veía un hecho real, no un discurso o una promesa; lo estaban viviendo y gozando”.

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María Lazcano y Esteban Opazo muestran una imagen del balneario de Peñuelas, en Coquimbo, donde veranearon en 1972.

Nos despertaban con La Batea

Esteban Opazo tenía 8 años, cuando con su madre, María Lazcano, y toda su familia, se unieron a un centenar de vecinos de la población Villa Berlín, en el cerro Los Placeres, de Valparaíso, una mañana del verano de 1972, para ser trasladados por buses de la Empresa de Transportes del Estado (ETCE) hasta la playa Peñuelas en Coquimbo.

Sería el inicio de un paseo irrepetible. “Las cabañas eran de madera, con literas. Lo único que tenía que llevar uno eran las sábanas. La ropa de cama la ponían ellos”, recuerda María Lazcano.Nos despertaban con “La Batea”, desde unos altavoces”, añade refiriéndose a la clásica canción de Quilapayún.

Me acuerdo perfectamente… Había un altillo donde estaban las literas para los hijos, y, más abajo, un sector para la cama matrimonial. La primera noche, como no sabía donde estaba la luz, me puse a buscar el baño y no lo encontré, entonces pegué la meada en las paredes”, rememora riéndose Opazo. Los baños estaban en una dependencia exterior.

Había 3 comidas diarias: Desayuno, almuerzo y comida, que eran entregadas en el comedor. Las personas hacían una fila frente a un punto de la cocina, usando bandejas plásticas similares a las del almuerzo escolar. Ahí los encargados las llenaban. La ropa era lavada por los mismos veraneantes en lavaderos comunes.

Curiosamente, en el barrio era mayoritaria la militancia DC. La convocatoria fue a través de la junta de vecinos. “Aquí conviven varias personas. Desde marinos hasta trabajadores. Íbamos todos mezclados”, rememora Opazo, quien continúa viviendo en la misma población. “Mi padre era opositor al gobierno de Allende pero por ser trabajador le dio mucha importancia al gesto de las vacaciones. Él entendía que en la organización de la gente estaba el paso para ir más allá y cambiar un poco las cosas”, reflexiona hoy.

Se lo perdieron

A Peñuelas también llegaron Lorena Banda y su madre, Marta Contreras. Ella fue 2 veces, una por el sindicato al que pertenecía su esposo y la segunda, por el centro de madres de uno de los sectores del barrio Gómez Carreño, en Viña del Mar. “Mi padre era profesor, así que los recursos que había en la casa no eran como para veranear”, señala Lorena Banda, quien tenía 14 años en aquel ’72.

En la charla entre madre e hija, gradualmente, surgen los recuerdos. Como los vales que se entregaban para las comidas. O que el costo de todo el veraneo no superaba los 10 escudos por persona. “En la mañana, nos levantábamos temprano y estaban los monitores para los niños. Había juegos, bailes, canto, dibujos… Después de almuerzo íbamos a la playa”, cuenta Lorena Banda. En tanto su madre, trae al presente la posibilidad de emprender paseos a los alrededores, a las atracciones de Coquimbo y La Serena… Y hasta un poco más allá: “Como estaban organizados los veraneantes, fueron a hablar con la gente de Ferrocarriles y pudimos viajar hasta Vicuña y el valle del Elqui. Eso fue un acuerdo de todo el campamento”, evoca Marta Contreras.

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Fotograma del documental «Un Verano Felíz», rodado en el balneario popular de Rocas de Santo Domingo (1972), dirigido por Alejandro Segovia junto al Departamento de Cine y TV de la CUT.

Ella se emociona: “Para mi vida y la de mis hijos fue muy importante haber ido a esos paseos populares. Tuvimos alegría, así que tengo buenos recuerdos”.

En el segundo viaje, varias mujeres del barrio se restaron porque eran opositoras al gobierno. “Se perdieron la oportunidad porque hasta el día de hoy no conocen La Serena. Sus hijos hubieran tenido otra mirada ante la vida…”, señala con pesar.

Antorchas en la noche

En todos los balnearios, las actividades recreativas estaban a cargo de educadores. María Angélica Barrientos fue una. Tenía 19 años y estudiaba en el Pedagógico de la sede porteña de la Universidad de Chile. Simpatizaba con el MAPU, así que se unió a los educadores de este partido político, en Piedras Negras, en Las Cruces. Antes asistió a una capacitación. “Fue un curso de socialismo, materialismo histórico y centralismo democrático; toda una preparación para los cursos que le hacíamos a los pobladores pero no como una cuestión de eslóganes o una frase para repetir sino para aplicar”, recuerda.

El balneario de Las Cruces estaba a cargo de la Consejería Nacional de Desarrollo Social. Su énfasis era dotar al veraneo de cierto sentido. Que ciertos elementos de la historia y la vida de los pobladores pudieran ser analizados y debatidos, usando el método de la educación popular. Al centro arribó gente de Santiago, fundamentalmente. De sectores como Barrancas (hoy Pudahuel) y Cerrillos. “Había un promedio de 10 monitores, que eran apoyados por gente que estaba de paso. También hubo un coordinador general del balneario. En el segundo verano (1972) estuve 3 períodos seguidos, y me terminé enfermando porque no descansé; era muy intenso”, cuenta María Angélica Barrientos.

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María Angélica Barrientos

Los talleres, de asistencia voluntaria, se realizaban en el comedor. “Las películas o las funciones de títeres eran una herramienta ”, dice. “Se daban problemas sociales de las personas, que se acercaban a ti; que había alcoholismo, violencia intrafamiliar… Entonces nosotros decíamos: ‘Ya, tratemos este tema, no por el caso de una sola familia sino por una situación social global”.

María Angélica Barrientos coincide con los otros testimoniadores en que, pese a la diversidad política de los veraneantes, no presenció pugnas ideológicas durante el período. Sin embargo, los enfrentamientos de la época rondaban las inmediaciones. Rememora un episodio, al salir a otra de las playas de Las Cruces: “Hubo gente que quiso conocer el pueblo. Entonces partimos con guitarreos y todo a la playa principal. Cuando llegamos, algunas personas se nos acercaron y nos dijeron que porqué estábamos allí si teníamos nuestro propio lugar para vacacionar. Entramos en discusión, y fue un altercado donde se pusieron los ánimos muy tensos. Llegaron los carabineros. Nos aconsejaron que mejor nos retiráramos porque estaban efervescentes los ánimos. En la noche, comenzamos a ver antorchas, entre las dunas, no sé si para amedrentarnos. Así que establecimos un sistema de rondas, de guardias, toda la noche… Afortunadamente no pasó nada más”.

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Rosa Figueroa

Rosa Figueroa tenía 11 años cuando veraneó con su familia, procedente del barrio de Achupallas, en Viña del Mar. También visitó Peñuelas. “Entonces era muy poco probable que la gente pudiera vacacionar”, recuerda y compara con lo que hoy existe, desde algunos municipios, para los grupos de adulto mayor (“…pero igual se paga y se llega a centros recreativos privados, en buses privados”, aclara). No obstante, su reflexión posee otros ecos: “En esa época era todo más colectivo. La gente tenía mayor participación en las organizaciones. La dictadura nos convirtió en individualistas”. Cuenta que en los años 80, en su barrio, integró con otros jóvenes un centro cultural, recordando las actividades que vivió en el balneario. “Claro, yo soy comunista desde que nací pero a mi me quedó esa parte orgánica. Esa intención de organizarse con otros y hacer algo”.

El despojo

Tras el 11 de septiembre de 1973, todos los balnearios populares dejaron de funcionar. Uno a uno fueron ocupados por las FFAA, con el pretexto que allí se desarrollaban escuelas de guerrilla. “Las fuerzas armadas se repartieron los Balnearios Populares como quien se reparte un botín de guerra. La Armada, por ejemplo, se apropió del situado en Puchuncaví, la FACH de Ritoque y el Ejército de Pichidangui, recinto que aún mantiene en su poder, destinándolo al veraneo de sus efectivos”, señala Miguel Lawner en “La Demolición de un Sueño”. Mediante el Decreto Ley n°12 fue disuelta la CUT y sus bienes fueron confiscados.

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Tras el golpe cívico-militar, en lo que se transformaron los balnearios. Como el ubicado en Ritoque. Dibujo de Miguel Lawner titulado «Perros sin uniforme».

Algunos centros, como Tongoy, fueron vendidos a particulares en actos y sumas que se guardaron en el sigilo. Así se legalizó el despojo. Como ha sido expuesto por agrupaciones de ex prisioneros, Rocas de Santo Domingo, Ritoque y Puchuncaví pasaron a ser centros de detención, tortura y muerte. La Armada rebautizó este último recinto como Melinka. Durante décadas, el ejército profitó de los terrenos usurpados. Igual suerte corrió el centro vacacional de Pirque, en la precordillera. Las imágenes de los antiguos balnearios transformados en prisiones pueden apreciarse en dibujos y pinturas de antiguos presos políticos como Adam Policzer , Carlos “Tato” Ayress y el mismo Miguel Lawner.

Como terrible contraste, María Angélica Barrientos, quien estuvo encarcelada en Tres Álamos, recuerda que allí la DINA usó cabañas como las de los balnearios, probablemente por su fácil ensamblado, como celdas. Hace algunos meses, esta asistente social, que hoy trabaja en el Programa de Reparación y Atención Integral en Salud (PRAIS), participó en el taller “Bordando la Memoria” en el Parque Cultural de Valparaíso, junto a decenas de mujeres que vivieron la represión política. El tema de su bordado fue la medida 29. Allí están los rostros sonrientes, los buses y las cabañas en forma de A. Además, fijó a la tela conchitas. La memoria es un tejido resistente y colectivo pero, al mismo tiempo, frágil y que requiere tesón.

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Recién a fines del año pasado, mediante la firma de la llamada Acta de Chena IV, se estableció que el ejército permutará 64 inmuebles al ministerio de Bienes Nacionales. Entre estos se encuentra el predio de Rocas de Santo Domingo, donde la Fundación por la Memoria de San Antonio anhela construir un Parque por la Memoria y una escuela de Derechos Humanos.

Luis Sepúlveda es dirigente de la Comisión de Derechos Humanos de dicho puerto. Al momento del Golpe, era dirigente sindical del Servicio Médico Legal en el hospital local. Recuerda cuando, ya regresada la democracia, le preguntó al entonces presidente de la CUT, Arturo Martínez, por qué no recuperaban los balnearios que Allende les había transferido. Martínez guardó silencio. Sepúlveda cree que faltó pelear; que era una acción posible mediante una ley. Reconoce el error en el cambio de nombre de la central. “De Única se pasó a Unitaria”, y hace un gesto de reprobación con la cabeza.

publicado en revista El Ciudadano, de febrero de 2017.

Fotografías por Felipe Montalva, salvo las aportadas por algunxs entrevistdxs.

Yo vivo de la basura

Primavera en Valparaíso. La huelga de los trabajadores municipales agravó el tradicional problema de la basura en las callecitas y pasajes enmarañados del sube y baja de la ciudad-puerto. Los postes de la luz se trasforman en árboles cocoteros de bolsas con desperdicios. Comienza a calentar el sol, se levanta el viento y los remolinos en las esquinas levantan papeles, bolsas de plástico y restos de las palomas y folletos de la hostigosa propaganda electoral. En un mismo fin de semana se declara alerta sanitaria, se abre la temporada de cruceros y se realiza el Puerto de Ideas. Quizás se trate de metáforas.

Pero no es de aquello que esta crónica desea hablar. O quizás sí pero como contexto. O para darle otra mirada.

El hombre es pequeño y enjuto pero no pasa indiferente. Será el gorro. Será la barba y los ojos saltones. Arrastra un coche de guagua lleno hasta arriba de cachureos. Cuando se despide de una comerciante ambulante de la calle Uruguay declara: Esa mina es thrasher igual que yo. Recuerdo, en ese instante cómo, en los años 80, la desencaminada prensa de la época se equivocaba siempre al ponerle nombre al estilo que renovaba el metal. Trash, escribían y los metaleros rabiaban: No es trash, decían, que significa basura; es thrash, que significa arrasar. En su vida diaria, nuestro caminante aúna ambas palabras. Le gusta Slayer y se dedica a cachurear. Como él mismo señala, vive de la basura.

Pero hay más. El hombre lleva un alias que dificilmente pasa piola. Le dicen Osama. Osamita, para las tías, mamis y papis, como él denomina a quienes que le dan una mano. El sobrenombre se lo pusieron algunos trabajadores del Mercado Cardonal. “Fue por la barba y porque antes yo era malo”, cuenta. Cuando le toca hablar de su pasado (y lo hace abundantemente) Osama dice que nació en Parral, en una casa que quedaba muy cerca de la de Neruda. Que luego se fue a vivir a Santiago donde hizo el servicio militar y finalmente recaló, como el cumplimiento de un sueño infantil, en Valparaíso. Aquí amontona un lote de años realizando lo que empezó en la capital: Cachurear.

En su jornada diaria, Osama recorre El Almendral siempre acompañado de perros que adopta y llevando su carga en un carro de guagua recuperado igualmente desde la basura. ¿Por qué no en carro de supermercado? “Puta, porque los pacos cuando andan con la maña – y voh sabís que los pacos son tincaos- te los quitan. Hasta se los quitan a los comerciantes”, responde. El Almendral, el viejo barrio del plan porteño que va desde Avenida Argentina hasta la plaza Victoria debe ser la zona con mayor densidad de comercio ambulante en Valparaíso. Prosigue: “Yo voy cachureando al paso. Hay tacho y tacho. Bueno, están los containers también… que son más faciles porque voh te subís arriba y te ponís a revisar. También tengo mis picás. Conozco los tachos buenos. Sé a qué hora es bueno. También cuando ando webeando aprovecho de revisar los tachitos chicos, esos redondos que están en las veredas”, cuenta.

– ¿Qué bota la gente en Valparaíso?

“Lo que más uno encuentra son electrodomésticos, microondas, jugueras… Y ropa. Plata también…Y celulares que, algunas veces, los locos se embolan, apurados, y los botan. Una vez me encontré dos de estos touch, que estaban nuevos, en una bolsa de plástico con 5 lucas y un papel escrito en coreano. Yo creo que se le cayeron a una turista. Quedé cagao’e’larisa”.

Es decir: Vendió los celulares y sacó 50 lucas.

– ¿Qué mas?

“Joyas, plata. Perfumes…Me he encontrado hasta una pistola de 9 mm. en la basura. La vendí en una gamba porque a mi no me interesan esas cuestiones. Lo que nunca he encontrado, y ojalá nunca me pase, es gente muerta, o una guagüita. Una vez, una tía me dijo: ‘Osama, cuidado, voh que trabajai en el cachureo, un día te podís encontrar una guagüita abortada… Pero si me pasara algo así, obviamente le aviso a los pacos altiro”.

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Osama muestra un termo que se acaba de encontrar en un contenedor. Dice que lo único malo es la tapa y que arreglándola, los posibles compradores se la hacen chupete. Luego muestra unas fundas de almohada y unos zapatos de mujer. Los años en el enmarañado circuito de vendedores y transeúntes de El Almendral le han otorgado una clientela que no le falla. De consumidores y proveedores: “Yo nunca me pongo con un paño porque tengo caleta de caseros cachureros; entonces ya les conozco los gustos. Hay una señora que me compra lápices porque los colecciona, de niñita. También le gustan las muñecas, sobre todo, las muñecas viejas”.

El trabajo de Osama consiste en seleccionar (“lo que no me sirve lo boto”). El criterio es amplio. Está lo que puede aprovechar en sí mismo, lo que puede vender a sus clientes y lo que puede vender al kilo. Además, él señala, le sirve su actitud. “Yo tengo buena voluntad. Por ahí viene alguien y me dice: ‘Osamita, puta, píntame este muro pero no tengo monedas, te lo pago con un almuerzo, y yo hago esa pega. Las viejitas me valoran que soy trabajador y no ando robando ni de doméstico”.

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Los chinos

Con esa experiencia, Osama se ha ido haciendo un mapa de la basura en Valparaíso. Dónde conviene más cachurear así como los resguardos que hay que tener: “Los tachos de Polanco, o de (calle) Uruguay pa’arriba (hacia el cerro) son buenos pero a cierta hora. Es mejor de noche. Pero hay que tener cuidado los fines de semana, cuando andan los weones locos, esos que quieren pelear con vos o los que le tienen mala a los torrantitos. Los perritos no me preocupan porque a mi me tienen buena. Hay que tener cuidado con los weones malos, flaites que andan curaos que se creen choros y los weones clasistas, esos weones que se cagan a la gente pobre”.

Otros sitios. “Lo que yo me hago chupete, acá en Pedro Montt, son las importadoras. Yo paso tipo 8-9 de la noche. Botan bolsas pa fuera y, de repente, no se dan cuenta lo que botan… Lápices, correctores”.

Otro objetivo es la comida. Los numerosos restoranes chinos que se han ido instalando en la avenida Pedro Montt son un punto importante en la recolecta de Osama. “Yo me hice amigo del maestro chino de un restorán que está al lado del cine Hoyts, que le gusta hablar conmigo porque en China él también anduvo de torrantito”, cuenta. “Yo le digo Tío Arrocito. Nos hicimos amigos un día que yo andaba revisando con mis perritos unos tarros cerca del restorán, y él se asomó a botar unas cuestiones, y me miraba, no como enojado sino como extrañado. Yo pensaba que el chinito me iba a pegar unos charchetazos; y me llama: ‘Tatita… Guau guau y usted’. (Osama hace el gesto de alguien que se lleva un trozo de comida a la boca). Y viene el chinito y saca unas ollas con unos huesos. ¡Puta! los perritos míos estaban pero felices… Movían la colita. Después se mete p’adentro del local el chino y sale con una olla grande con carne mogoliana. Esa weá es terrible cara pero él me la regaló”.

Puesto en la interrogante coyuntural Osama dice entender a los tíos del aseo. “Lo que pasa es que el alcalde que está ahora (Jorge Castro, UDI) prometió muchas cuestiones y más encima gasta plata en weás que no debería ¿me entendís? Además, ellos (los del aseo) me tienen buena porque les ayudo en su pega”.

Por las noches, el hombre para un rato en la Posta del hospital Van Buren, mirando películas por la televisión que hay en la sala de espera. Allí aprovecha de vender papel confort a quienes esperan. En un rincón, también aprovecha de cocinar con lo que hubiera rescatado de su jornada de cachureo. “Y si alguien me pide, le doy. No lo voy a dejar con la mano estirada”.

Es que los años en la calle a Osama también le han enseñado una ética.

publicado en Ciudad Invisible en noviembre de 2013.