Veraneos en un país que ya no existe

Entre 1971 y 1973 se desarrolló una experiencia inédita. Eran las llamadas Villas de Turismo Social, mejor conocidos como los balnearios populares. La concreción de la medida 29 del programa de gobierno de Allende, que buscaba fomentar la recreación y turismo entre quienes nunca antes habían tenido la posibilidad de darse un veraneo.

El éxito de la iniciativa contrastó con el infame final de estos centros, usurpados tras el Golpe, por las FFAA. Algunos se transformaron en centros de detención y muerte, como Rocas de Santo Domingo, Ritoque y Puchuncaví.

Hasta hoy varias personas recuerdan el paso por estos balnearios. Una experiencia de turismo con énfasis en lo social (y colectivo) que parece las antípodas del modo individual que impera hoy.

(…)

“Había cajas de fotografías. Manifestaciones, discos, libros… Destruí todo de aquellos tiempos. Si yo no fui, fueron mis familiares” dice, como disculpándose, Mario Merino Arenas, presidente de la Federacion Nacional de Trabajadores de la Salud (FENATS) hasta el 11 de septiembre de 1973.

Hora y media antes, ha contestado algunas preguntas sobre los balnearios populares, que él llama “colonias”. Desde su cargo, Merino fue uno de los responsables del envío allí de equipos que se encargaban de los primeros auxilios. “Me coordinaba con la CUT”, recuerda. “Nos pedían paramédicos, fundamentalmente dirigidos por algún profesional. Escogíamos la mejor gente. Mandábamos 12 a 15 personas. El número estaba determinado por el tamaño de la colonia porque no todas eran iguales”.

Merino también disfrutó los balnearios de Tongoy y Pichidangui, en los veranos de 1972 y 1973, por un período de 2 semanas. “Fui a veranear como un trabajador más, con mi señora, que también era una trabajadora más, y 6 hijos”, indica. Como él, arribaron especialmente delegaciones de trabajadores de la salud, de Correos y de los municipios, así como desde algunas textiles y la construcción, cuenta.

Como una sinopsis, los hechos se le amontonan pero evoca, especialmente, el entusiasmo. “Recuerdo la alegría de estar allí. La gran calidad humana en el grupo”, dice.

En un momento, se acuerda del álbum con fotografías -sobrevivientes- de aquellos años, y que también contiene imágenes de su exilio en la RDA. Lo abre y muestra las primeras páginas. Allí están, en blanco y negro, las cabañas con forma de A, el comedor y sus mesones de madera, las bandejas de plástico para el almuerzo; su familia; él mismo sentado en la puerta de una cabaña con su hijo en los brazos; el sol sobre las cabezas; la arena. Fragmentos, que parece, provinieran de un continente lejano.

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Balneario popular en Pichidangui. Fotografía de Mario Merino Arenas.

El derecho al descanso

La medida 29 del programa de gobierno de la UP lo dejaba claro. “Organizaremos y fomentaremos el turismo popular”. Darle la posibilidad del descanso a esos millones para quienes las palabras “veraneo” o “vacaciones” sonaban lindas pero irrealizables. La misión estuvo a cargo de la Dirección de Equipamiento Comunitario (DIPEC) dependiente del ministerio de Vivienda y Urbanismo. Sería el llamado “Plan A”, en probable alusión a la silueta que tendrían las cabañas de los conjuntos vacacionales. En su mensaje al Congreso Pleno, del 21 de mayo de 1971, el presidente Allende indicaba que, a esa fecha, ya se encontraban en funcionamiento 7 de estos complejos, y que se pretendía llegar a 13 en el breve plazo. Menciona a Peñuelas (Coquimbo), Pichidangui, Tongoy, Papudo, Piedras Negras (Las Cruces) y Llallauquén (en el embalse Rapel). Entre los que se aproximaban, estaban uno en Iquique, Curanipe, Llico, Duao y Rocas de Santo Domingo. “El uso de estos establecimientos está orientado exclusivamente al uso de sectores de bajos ingresos económicos”, declaraba.

Los balnearios populares se localizaron “en las mejores playas del país, aprovechando la disponibilidad de terrenos en poder de Bienes Nacionales, o se adquirieron a particulares en conformidad con las normas vigentes a la época”, relata Miguel Lawner, arquitecto, director de la Corporación de Mejoramiento Urbano (CORMU), en aquellos años, y uno de los responsables de la concreción de lo centros, en su informe “La Demolición de un sueño”, datado en diciembre 2013.

Cada villa estaba compuesta por hasta 10 bloques de cabañas, construidas con paneles prefabricados de tablas de pino, una experiencia pionera en Chile. El tiempo apremiaba. Los paneles se elaboraban en Santiago y eran cargados en camiones hasta las locaciones, donde cuadrillas de trabajadores los ensamblaban. Las cabañas eran instaladas sobre poyos de cemento. El techo era de planchas de pizarreño. La edificación, en cada lugar, estuvo a cargo de empresas. En el caso de Rocas de Santo Domingo fue una cooperativa de trabajadores, formada desde el Sindicato de la Construcción de San Antonio.

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Página de folleto de la DIPEC, 1971. Gentileza de Tomás Torres.

Además de las cabañas, cada centro contaba con espacios colectivos. Un folleto divulgatorio de la DIPEC, en 1971, señalaba que uno de los aspectos prioritarios era “la vida comunitaria del ser humano”. Se puede leer: “Al diseñar los balnearios (se han generado) espacios de uso colectivo, bajando los costos de inversión”. Tales eran el comedor, la posta de primeros auxilios, los baños, canchas deportivas y juegos infantiles, así como los lavaderos y tendederos. El alhajamiento de los centros estaría a cargo de la Dirección de Turismo que, para los efectos, creó la Oficina de Turismo Social.

Algunos balnearios, como Chacaya (Iquique), Pichidangui, Loncura (Quintero) y Rocas de Santo Domingo, serían gestionados por la Central Única de Trabajadores (CUT). Otros, tales como Peñuelas, Ritoque, Las Cruces y Duao, funcionarían desde la Consejería Nacional de Desarrollo Social de la Presidencia de la República. Ambas organizaciones seleccionaban a los veraneantes. En el primer caso, fueron delegaciones desde los sindicatos afiliados a la multisindical. En el segundo, grupos de pobladores, pertenecientes a juntas de vecinos, comités y centros de madres. Si bien, el período estival era donde se preveía la mayor afluencia de veraneantes, cada centro también estaba acondicionado para la temporada invernal.

Hacia 1973 el plan consideraba la construcción de 40 balnearios no sólo en el litoral sino en la precordillera. No existen estadísticas sobre cuántas personas gozaron de estos balnearios pero las cifras serían importantes al considerar que, al momento del golpe de estado, funcionaban 19 centros, que acogían -sólo en la temporada de enero a inicios de marzo- a delegaciones de 200 a 300 personas (cada balneario tenía capacidad para 500), que permanecían de 10 a 14 días.

¿La gente que veraneaba tenía conciencia que aquello era una medida del gobierno?, le pregunto a Mario Merino Arenas. Responde: “La gente veía un hecho real, no un discurso o una promesa; lo estaban viviendo y gozando”.

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María Lazcano y Esteban Opazo muestran una imagen del balneario de Peñuelas, en Coquimbo, donde veranearon en 1972.

Nos despertaban con La Batea

Esteban Opazo tenía 8 años, cuando con su madre, María Lazcano, y toda su familia, se unieron a un centenar de vecinos de la población Villa Berlín, en el cerro Los Placeres, de Valparaíso, una mañana del verano de 1972, para ser trasladados por buses de la Empresa de Transportes del Estado (ETCE) hasta la playa Peñuelas en Coquimbo.

Sería el inicio de un paseo irrepetible. “Las cabañas eran de madera, con literas. Lo único que tenía que llevar uno eran las sábanas. La ropa de cama la ponían ellos”, recuerda María Lazcano.Nos despertaban con “La Batea”, desde unos altavoces”, añade refiriéndose a la clásica canción de Quilapayún.

Me acuerdo perfectamente… Había un altillo donde estaban las literas para los hijos, y, más abajo, un sector para la cama matrimonial. La primera noche, como no sabía donde estaba la luz, me puse a buscar el baño y no lo encontré, entonces pegué la meada en las paredes”, rememora riéndose Opazo. Los baños estaban en una dependencia exterior.

Había 3 comidas diarias: Desayuno, almuerzo y comida, que eran entregadas en el comedor. Las personas hacían una fila frente a un punto de la cocina, usando bandejas plásticas similares a las del almuerzo escolar. Ahí los encargados las llenaban. La ropa era lavada por los mismos veraneantes en lavaderos comunes.

Curiosamente, en el barrio era mayoritaria la militancia DC. La convocatoria fue a través de la junta de vecinos. “Aquí conviven varias personas. Desde marinos hasta trabajadores. Íbamos todos mezclados”, rememora Opazo, quien continúa viviendo en la misma población. “Mi padre era opositor al gobierno de Allende pero por ser trabajador le dio mucha importancia al gesto de las vacaciones. Él entendía que en la organización de la gente estaba el paso para ir más allá y cambiar un poco las cosas”, reflexiona hoy.

Se lo perdieron

A Peñuelas también llegaron Lorena Banda y su madre, Marta Contreras. Ella fue 2 veces, una por el sindicato al que pertenecía su esposo y la segunda, por el centro de madres de uno de los sectores del barrio Gómez Carreño, en Viña del Mar. “Mi padre era profesor, así que los recursos que había en la casa no eran como para veranear”, señala Lorena Banda, quien tenía 14 años en aquel ’72.

En la charla entre madre e hija, gradualmente, surgen los recuerdos. Como los vales que se entregaban para las comidas. O que el costo de todo el veraneo no superaba los 10 escudos por persona. “En la mañana, nos levantábamos temprano y estaban los monitores para los niños. Había juegos, bailes, canto, dibujos… Después de almuerzo íbamos a la playa”, cuenta Lorena Banda. En tanto su madre, trae al presente la posibilidad de emprender paseos a los alrededores, a las atracciones de Coquimbo y La Serena… Y hasta un poco más allá: “Como estaban organizados los veraneantes, fueron a hablar con la gente de Ferrocarriles y pudimos viajar hasta Vicuña y el valle del Elqui. Eso fue un acuerdo de todo el campamento”, evoca Marta Contreras.

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Fotograma del documental «Un Verano Felíz», rodado en el balneario popular de Rocas de Santo Domingo (1972), dirigido por Alejandro Segovia junto al Departamento de Cine y TV de la CUT.

Ella se emociona: “Para mi vida y la de mis hijos fue muy importante haber ido a esos paseos populares. Tuvimos alegría, así que tengo buenos recuerdos”.

En el segundo viaje, varias mujeres del barrio se restaron porque eran opositoras al gobierno. “Se perdieron la oportunidad porque hasta el día de hoy no conocen La Serena. Sus hijos hubieran tenido otra mirada ante la vida…”, señala con pesar.

Antorchas en la noche

En todos los balnearios, las actividades recreativas estaban a cargo de educadores. María Angélica Barrientos fue una. Tenía 19 años y estudiaba en el Pedagógico de la sede porteña de la Universidad de Chile. Simpatizaba con el MAPU, así que se unió a los educadores de este partido político, en Piedras Negras, en Las Cruces. Antes asistió a una capacitación. “Fue un curso de socialismo, materialismo histórico y centralismo democrático; toda una preparación para los cursos que le hacíamos a los pobladores pero no como una cuestión de eslóganes o una frase para repetir sino para aplicar”, recuerda.

El balneario de Las Cruces estaba a cargo de la Consejería Nacional de Desarrollo Social. Su énfasis era dotar al veraneo de cierto sentido. Que ciertos elementos de la historia y la vida de los pobladores pudieran ser analizados y debatidos, usando el método de la educación popular. Al centro arribó gente de Santiago, fundamentalmente. De sectores como Barrancas (hoy Pudahuel) y Cerrillos. “Había un promedio de 10 monitores, que eran apoyados por gente que estaba de paso. También hubo un coordinador general del balneario. En el segundo verano (1972) estuve 3 períodos seguidos, y me terminé enfermando porque no descansé; era muy intenso”, cuenta María Angélica Barrientos.

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María Angélica Barrientos

Los talleres, de asistencia voluntaria, se realizaban en el comedor. “Las películas o las funciones de títeres eran una herramienta ”, dice. “Se daban problemas sociales de las personas, que se acercaban a ti; que había alcoholismo, violencia intrafamiliar… Entonces nosotros decíamos: ‘Ya, tratemos este tema, no por el caso de una sola familia sino por una situación social global”.

María Angélica Barrientos coincide con los otros testimoniadores en que, pese a la diversidad política de los veraneantes, no presenció pugnas ideológicas durante el período. Sin embargo, los enfrentamientos de la época rondaban las inmediaciones. Rememora un episodio, al salir a otra de las playas de Las Cruces: “Hubo gente que quiso conocer el pueblo. Entonces partimos con guitarreos y todo a la playa principal. Cuando llegamos, algunas personas se nos acercaron y nos dijeron que porqué estábamos allí si teníamos nuestro propio lugar para vacacionar. Entramos en discusión, y fue un altercado donde se pusieron los ánimos muy tensos. Llegaron los carabineros. Nos aconsejaron que mejor nos retiráramos porque estaban efervescentes los ánimos. En la noche, comenzamos a ver antorchas, entre las dunas, no sé si para amedrentarnos. Así que establecimos un sistema de rondas, de guardias, toda la noche… Afortunadamente no pasó nada más”.

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Rosa Figueroa

Rosa Figueroa tenía 11 años cuando veraneó con su familia, procedente del barrio de Achupallas, en Viña del Mar. También visitó Peñuelas. “Entonces era muy poco probable que la gente pudiera vacacionar”, recuerda y compara con lo que hoy existe, desde algunos municipios, para los grupos de adulto mayor (“…pero igual se paga y se llega a centros recreativos privados, en buses privados”, aclara). No obstante, su reflexión posee otros ecos: “En esa época era todo más colectivo. La gente tenía mayor participación en las organizaciones. La dictadura nos convirtió en individualistas”. Cuenta que en los años 80, en su barrio, integró con otros jóvenes un centro cultural, recordando las actividades que vivió en el balneario. “Claro, yo soy comunista desde que nací pero a mi me quedó esa parte orgánica. Esa intención de organizarse con otros y hacer algo”.

El despojo

Tras el 11 de septiembre de 1973, todos los balnearios populares dejaron de funcionar. Uno a uno fueron ocupados por las FFAA, con el pretexto que allí se desarrollaban escuelas de guerrilla. “Las fuerzas armadas se repartieron los Balnearios Populares como quien se reparte un botín de guerra. La Armada, por ejemplo, se apropió del situado en Puchuncaví, la FACH de Ritoque y el Ejército de Pichidangui, recinto que aún mantiene en su poder, destinándolo al veraneo de sus efectivos”, señala Miguel Lawner en “La Demolición de un Sueño”. Mediante el Decreto Ley n°12 fue disuelta la CUT y sus bienes fueron confiscados.

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Tras el golpe cívico-militar, en lo que se transformaron los balnearios. Como el ubicado en Ritoque. Dibujo de Miguel Lawner titulado «Perros sin uniforme».

Algunos centros, como Tongoy, fueron vendidos a particulares en actos y sumas que se guardaron en el sigilo. Así se legalizó el despojo. Como ha sido expuesto por agrupaciones de ex prisioneros, Rocas de Santo Domingo, Ritoque y Puchuncaví pasaron a ser centros de detención, tortura y muerte. La Armada rebautizó este último recinto como Melinka. Durante décadas, el ejército profitó de los terrenos usurpados. Igual suerte corrió el centro vacacional de Pirque, en la precordillera. Las imágenes de los antiguos balnearios transformados en prisiones pueden apreciarse en dibujos y pinturas de antiguos presos políticos como Adam Policzer , Carlos “Tato” Ayress y el mismo Miguel Lawner.

Como terrible contraste, María Angélica Barrientos, quien estuvo encarcelada en Tres Álamos, recuerda que allí la DINA usó cabañas como las de los balnearios, probablemente por su fácil ensamblado, como celdas. Hace algunos meses, esta asistente social, que hoy trabaja en el Programa de Reparación y Atención Integral en Salud (PRAIS), participó en el taller “Bordando la Memoria” en el Parque Cultural de Valparaíso, junto a decenas de mujeres que vivieron la represión política. El tema de su bordado fue la medida 29. Allí están los rostros sonrientes, los buses y las cabañas en forma de A. Además, fijó a la tela conchitas. La memoria es un tejido resistente y colectivo pero, al mismo tiempo, frágil y que requiere tesón.

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Recién a fines del año pasado, mediante la firma de la llamada Acta de Chena IV, se estableció que el ejército permutará 64 inmuebles al ministerio de Bienes Nacionales. Entre estos se encuentra el predio de Rocas de Santo Domingo, donde la Fundación por la Memoria de San Antonio anhela construir un Parque por la Memoria y una escuela de Derechos Humanos.

Luis Sepúlveda es dirigente de la Comisión de Derechos Humanos de dicho puerto. Al momento del Golpe, era dirigente sindical del Servicio Médico Legal en el hospital local. Recuerda cuando, ya regresada la democracia, le preguntó al entonces presidente de la CUT, Arturo Martínez, por qué no recuperaban los balnearios que Allende les había transferido. Martínez guardó silencio. Sepúlveda cree que faltó pelear; que era una acción posible mediante una ley. Reconoce el error en el cambio de nombre de la central. “De Única se pasó a Unitaria”, y hace un gesto de reprobación con la cabeza.

publicado en revista El Ciudadano, de febrero de 2017.

Fotografías por Felipe Montalva, salvo las aportadas por algunxs entrevistdxs.

El balneario desaparecido

Cuesta imaginar que en Rocas de Santo Domingo, uno de los balnearios más exclusivos de Chile, alguna vez se emplazó un centro destinado a quienes no podían darse el lujo de unas vacaciones. En 1971, el gobierno de la UP construyó en la playa norte de Marbella un grupo de cabañas donde veranearon obreros textiles de Santiago. No fue el único. Diecisiete de estos “balnearios populares” se emplazaron a lo largo del litoral chileno. Tras el 11 de septiembre, estos recintos fueron ocupados por las Fuerzas Armadas que los transformaron en reclusorios donde se torturó y asesinó. Las cabañas de Rocas de Santo Domingo incluso sirvieron como escuela de instrucción para la DINA y lugar de solaz para militares. “Un Verano Felíz”, documental de 1972, disponible hoy en internet, es el vestigio de un sueño transformado en pesadilla.

 

Para llegar a Rocas de Santo Domingo desde San Antonio hay que atravesar el puente Lo Gallardo sobre el río Maipo. Las banderolas dispuestas en la vereda proclaman que se arriba a una Comuna Parque. Basta una mirada a los lomajes cercanos a la playa para constatar la fuerte impronta de clase -acomodada- del territorio. Algunas casonas se erigen con vista al mar. No hay transporte público hasta las playas. En el acceso a la comuna se erige un letrero con un largo y detallado «Se Prohibe». Años atrás, en el fundo Los Boldos pasaba sus últimos días el general Pinochet. El antiguo alcalde, Fernando Rodríguez Vicuña, padre del actual, lo había declarado Hijo Ilustre.

Este panorama desmentiría lo acaecido hace un poco más de 40 años, en la oscuras dunas que rodean la playa norte de Marbella, cercana a la desembocadura del río. Allí se emplazó uno de los 17 balnearios populares: La concreción de la medida 28 del programa de la UP, aquella que prometía fomentar el turismo y la actividad física entre esa mayoría que ignoraba por completo qué eran unas vacaciones. Los balnearios se ubicaron desde Chacaya, en Iquique, hasta Playas Blancas en Lota. Según Miguel Lawner, director de la CORMU (antigua Corporación de Mejoramiento Urbano), hasta 1973, “se buscaron localizaciones situadas en las mejores playas del país, aprovechando la disponibilidad de terrenos en poder de Bienes Nacionales, o se adquirieron terrenos a particulares en conformidad con las normas vigentes a la época”.

En el caso de Rocas de Santo Domingo fue el municipio el que transfirió este terreno al MINVU, en 1971. Al igual que en otros balnearios, se erigió un conjunto de cabañas con forma de A, compuestas por paneles de pino insigne que se emsamblaban sobre poyos de cemento. Además, se construyó un comedor, su respectiva cocina, una posta de primeros auxilios y un módulo de baños públicos. 500 personas podía recibir, cada vez, este centro. Dotadas de literas, las cabañas estaban diseñadas para acoger a familias de 6 personas, ya que se consideraban los abuelos y allegados. “La familia nuclear era más grande, en aquella época”, recuerda Lawner.

El de Rocas de Santo Domingo comenzó a funcionar en diciembre de 1971. En esas mismas semanas, Alejandro Segovia, un cineasta autodidacta avecindado en Valparaíso, le charlaba a su amigo de adolescencia, Carlos Fénero -a la sazón encargado del departamento de Cine y TV de la CUT- acerca de realizar un documental sobre esta experiencia vacacional proleta. La película se llamaría “Un Verano Felíz”.

Algunos no conocían el mar

Con el visto bueno de la dirigencia de la CUT, Fénero y Segovia se pusieron manos a la obra. La historia era sencilla. Mostrar cómo un obrero y su familia podrían gozar de unas vacaciones. Las escenas de la fábrica se rodaron en la Textil Progreso, ubicada en el cordón industrial de avenida Vicuña Mackenna. La fábrica de 800 obreros había sido estatizada por Allende. “Yo les conté que queríamos filmar en la fábrica; que íbamos a llevar un actor y que los obreros podrían ser extras. Les explicamos que no podían mirar a la cámara”, evoca hoy Carlos Fénero, quien fungió como productor.

El protagonista de “Un verano felíz” fue un jovencísimo actor llamado Samuel Villarroel, quien en los años 80 se haría popular en el programa infantil Patio Plum. Su pareja ficcionada en el documental fue Tegualda Tapia. Ambos estudiaban teatro en la sede porteña de la Universidad de Chile y militaban en la Jota.

El rodaje en Rocas de Santo Domingo tomó 2 semanas. El equipo de cine llegó al lugar junto a una delegación de la textil Progreso. “Había gente que no sólo vacacionaba por primera vez sino quienes ni siquiera conocían el mar”, recuerda Villarroel.

“El primer día en el balneario, cuando había tertulias familiares con fogatas, tuve que decirles (a los textiles) quiénes éramos y en qué andábamos”, cuenta Carlos Fénero. “Varios sabían. Y les pedimos su colaboración. La gente aplaudió. Fue muy lindo”.

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“Un Verano Felíz” fue estrenada en el auditorio de la escuela de derecho de la sede porteña de la Universidad de Chile, en 1972. Luego sería mostrada brevemente en el cine Bandera, de la capital, en los programas que la CUT realizaba en convenio con Chilefilms. No hubo más. Luego vino el golpe militar y el ejército asoló las dependencias de la sindical y su Departamento de Cine. Muchas cintas fueron destruidas. Otras se extraviaron.

Hoy, en su casa del barrio de Playa Ancha, en Valparaíso, Daniela Segovia recuerda que su padre le contó cómo había escondido los rollos del documental. Poco antes de la intervención militar, Alejandro Segovia era el director Radio Caupolicán, perteneciente al Partido Comunista local. Fue arrestado por los marinos el 12 de septiembre. “Después lo llamaron a presentarse a la Academia (de guerra). Estuvo varios días preso y lo interrogaron. Cuando lo soltaron, en un saco de papas, en el patio trasero, escondió la copia de “Un Verano Felíz” que tenía”, cuenta. De ese modo protegió las únicas imágenes en movimiento que se conservan de un balneario popular.

El balneario de Rocas de Santo Domingo alcanzó a funcionar sólo 2 veranos: 1972 y 1973. Tras el golpe, Textil Progreso, así como todas las fábricas del cordón Vicuña Mackena, fue invadida a sangre y fuego por los militares. Varios obreros fueron asesinados. El balneario popular fue anexado por el vecino regimiento Tejas Verdes, dirigido por el tristemente célebre coronel Manuel Contreras.

El lugar para la memoria

Ana Becerra, actual presidenta de la Fundación por la Memoria de San Antonio, estuvo 2 veces detenida en el lugar. Ella recuerda cómo, en una oportunidad, la esposa de un DINA, que se encontraba torturando prisioneros, le gritó desde el exterior de una cabaña que se iba a la playa pues se había aburrido de esperarlo porque “se suponía que tú trabajabas solamente de noche”.

“Santo Domingo ha sido difícil de recopilar porque los sobrevivientes han sido muy pocos. Este fue un lugar de exterminio. Hasta el momento no está siquiera en el Museo de la Memoria”, señala. Esa fue la razón por la que este grupo de ex presos políticos y sobrevivientes de este recinto comenzó, ya a fines de los años 80, a recopilar la información pertinente.

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En noviembre de 2013, pretextando una orden del municipio, el Ejército demolió las cabañas del antiguo balneario popular. Hoy sólo son visibles los poyos de algunas cabañas y el piso del comedor. Fue “la destrucción de la evidencia”, como la califica Ana Becerra. Para ella esto tiene que ver con el encausamiento del coronel y ex alcalde Cristián Labbé y el desafuero del diputado Rosauro Martínez (RN), bastante conocidos en este predio en las semanas posteriores al golpe. Probablemente el impacto causado por las revelaciones del libro “El despertar de los cuervos”, del periodista Javier Rebolledo, quien documenta profusamente este período, también apuró este derribo.

En noviembre pasado, la Fundación por la Memoria logró que el Consejo de Monumentos Nacionales declarara el predio Patrimonio Histórico, el primer paso para que se transforme en un Parque para la Memoria.

“Este es un lugar de memoria; de reflexión. De decir: Estamos acá porque aquí ocurrieron cosas que no queremos que vuelvan a pasar… Los cimientos que quedan (del balneario popular) son patrimonio histórico de un país, que no se deben tocar porque la reglamentación así lo dice y nosotros estamos de acuerdo porque es el testimonio de lo que existía”, señala Milko Caracciolo, de la Fundación.

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Lo anterior es particularmente sensible en Rocas de Santo Domingo. “A nosotros nos interesa que ese grupo privilegiado, que muchas veces se mantiene al margen de lo sucedido en nuestro país, también se eduque en los derechos humanos”, sostiene Caracciolo.

Por lo anterior, han llamado a su lucha “La reconstrucción del sueño”.

(publicado -con algunas modificaciones- en The Clinic #586, bajo el título «Cuando los obreros veranearon en Rocas de Santo Domingo», abril de 2015).